Un Viaje En Tren
Miré por la ventana, analizando detenidamente el paisaje. Gamas de grises flotaban en el aire y se amalgamaban fugazmente, creando un ambiente tan pictórico como siniestro. Las nubes cadavéricas, el desierto envuelto en una soledad épica y ese sentimiento de velocidad, de que el presente es pasado y el futuro, impensado e impensable. Y sin embargo el momento era tan lento; tan disfrutable. Siempre me pregunté si es posible encontrar éxtasis en el miedo. Al fin y al cabo, ¿los sentimientos no son sino interpretaciones de las realidades personales?¿ Pueden el dolor y el placer ser una misma sensación en la que se confunde el sistema de definición lingüístico establecido? Nunca había podido responder estos interrogantes, pero era claro que en este momento el temor que debía sentir no era sino plenitud.
Al mirar a mi alrededor pude distinguir a mis compañeros de viaje de manera clara. Eran pocos y, decorados en sus respectivos grises, parecían suspenderse levemente sobre sus asientos, en una especie de meditación reflexiva. Y en este divagar cuasi eterno me hallé a mí mismo perdiendo la noción del espacio temporal; sentía que podía flotar en ese tren por siempre. ¿Cuánto habría de durar este viaje? Miraba el reloj pero las agujas no parecían caminar. Y la psicodelia visual alimentaba esos paisajes, exóticos pero familiares, distantes pero cercanos, tan distintos y, sin embargo, tan similares; todo parecía encontrarse resumido en ellos, una vida y muchas vidas conceptualizadas en aquellos tonos grisáceos. Creo que eran un símbolo de la variedad emocional de los viajeros que allí me acompañaban. No había blancos ni negros, no había extremos, solo grises; puntos medios. La belleza de los pequeños matices. Ahora los dibujos eran cada vez más suaves, trazos finos, contornos borrosos; pinceladas divinas. Las nubes daban paso a la luna, impetuosa y apasionada, y el desierto se transformaba en llanura. Los sentidos se agudizaban y comenzaba a oír mis pensamientos, oler los colores y ver el viento. El tren continuaba su cabalgata cósmica por los prados apocalípticos, elevándose fervorosamente sobre sus rieles y procurando ser extremadamente silencioso en su andar, como si quisiera evitar molestar a los pasajeros, quienes parecían no querer comunicarse con los demás. Y yo tampoco ansiaba hablar, no lo sentía relevante. La experiencia era tan vigorizante, de una espiritualidad tan grande, que no merecía ser interrumpida.
Me recosté en el asiento, siempre permaneciendo en esta suerte de elevación, y observé con detenimiento el techo. Imágenes grises y vívidas bailaban de un lado a otro, como si no quisieran hacer otra cosa más que llamar la atención. Deja-vús indescifrables se dibujaban en mi mente al observar estos videos que parecían ser diferentes para cada pasajero. ¿Cuál sería la magia que este lugar ocultaba? ¿Cómo puede algo que debería ser tan tétrico ser tan tranquilizador, tan agradable? El paisaje, esta vez en forma de cataratas irrefrenables, contribuía al flujo incesante de mis ideas. Bandadas de pájaros de variados matices danzaban, nadando en el aire, frente a mi ventana, rogando poder entrar. Los árboles se agitaban suavemente en la brisa y mis problemas quedaban atrás. Ya no podía ver la hora, porque ya no había reloj alguno, ni necesidad de mi parte. La libertad física era total.
La luna dio paso al día, también gris y opaco, y la lluvia comenzó a caer de forma ligera, dando a luz a grandes sembradíos rebosantes de flores. Las estaciones se mezclaban acompañando el movimiento de los picos nevados que ahora desplazaban a los prados para fundirse en el paisaje, descargando surrealismo por los cuatro costados.
El tren no se detenía nunca, pero los pasajeros eran cada vez menos. Al acercarse mi parada, el estado límbico comenzaba a desvanecerse en un haz de luz, en un cuadro glorioso. La naturaleza se hundía en mí y los grises tomaban distintos caminos para lograr su metamorfosis hacia el color. Olores, sabores y sonidos inundaban mi persona y el tren y yo éramos uno, mientras esta transición llegaba a su fin.
Copyright Ignacio Cruz 2007

