Este es un cuento que escribí hace varios meses ya. Creo que la idea se entiende por sí sola. Disfruten.
Invisible
I
Estoy desapareciendo. “Debe ser la falta de sueño”, pensé en un principio, agotado por la rutina. El viejo, ya gastado camino que habría de repetir por siempre me hallaba agotado por demás.
Casatrabajocasatrabajocasatrabajocasatrabajocasa.
“Pero hay que ganarse la vida”, dice la voz de mi jefe. Y así es, hay que ganarse la vida, mantener a la familia, mandar a los hijos al colegio, servir al sistema, pagar los impuestos y morir dignamente, como buen ciudadano, de un ataque cardiaco a los 80 y tantos; El ciclo natural del hombre urbano. Y sin embargo, algo no me cierra en este punto; solía sentir que tenía todo, y ahora ese todo es nada. Es increíble como los elementos que hacían a mi felicidad son los mismos que hacen mi vacío, y ya no se si es ciclotímia o si es que el mundo simplemente está mal.“Pero, escuchame…¿vos querés vivir feliz o querés vivir bien? Hay que tomar decisiones, de eso se trata esto”, objeta el jefe. Bueno, no sé si es el jefe ya en realidad, aquella masa invisible que vomita humo de cigarro barato, órdenes sin destinatario y frases recicladas, siendo poco más que aire apilado en una silla, un montón de nada.Y yo miro mi mano ahora invisible; no quiero ser como el jefe, pero es inevitable. Chocan entre ellos, no se ven, no les importa, no se tocan, no se hablan, no se sienten, no se odian, no se nada. Prendo la televisión y hay un constante bombardeo de imágenes transparentes, imperceptibles a mi ojo expectante, y el jefe las ve, y las escucha, y el aire ríe, se asombra, se enternece, se compadece, todo durante pocos segundos, para luego retomar la rutina, la bendita rutina. Y por mí no pasa nada; una carcasa abierta y sin interior para ofrecer. A veces me pregunto porque tengo que hacer este trabajo si ya hay tantos invisibles haciendolo. Pero la respuesta está en mi brazo, que ya se vislumbra muy escuetamente, flotando magicamente la manga de la camisa. Y suspiro.
Subo al auto y mis traslúcidas manos toman el volante. Los pedales y los pies empiezan su jugueteo romántico y todo entra en movimiento, el piloto automático preparado para la vuelta al hogar, al fatídico hogar, donde me espera lo usual: comida casera, charla familiar absolutamente trivial, una hora de consumismo televisivo vulgar y a dormir. Dormir…la única actividad del día que puedo llegar a esperar; olvidarme de la rutina, de la casa, de los hijos, del jefe, de la mano invisible. Pero a su vez esperar a comenzar de nuevo, ese estar expectante bajo las sábanas imaginando la razón por la cual poder evitar mi deber, por la cual romper la rutina y escapar, aunque sea por un rato, a un lugar mejor. Insensatez. La rutina no se puede romper, sin ella no soy nadie, aquel que no goza de cierta organización en su vida es digno de la compasión ajena, pobre el que no usa el viejo camino
casatrabajocasatrabajocasatrabajocasatrabajocasa.
Y sin embargo, al doblar en una esquina ya cercana a mi destino, pienso: “¿Y si doy la vuelta y me voy?”. Pero inmediatamente el jefe rebota en mi cerebro, como un cáncer maligno e incurable, “Pero hay que ganarse la vida”, y pierdo esperanzas, muere mi iniciativa de 2 segundos y medio. Porque no sé como vivir más que de esta miserable forma, nadie me enseñó otra cosa. No se qué es verdad, que es mentira, que es la relatividad de las cosas. Sólo se hacer lo que alguien me enseño hace mucho tiempo: ganarme la vida. Aunque mis manos quieran el volante no va a girar para cambiar el rumbo, lo inesperado no es parte de mi. Los brazos ya no se ven.
Prendo la radio. Propagandas. Mi hambre consumista aparece nuevamente, reafirmada por los carteles y negocios que desfilan a mis costados fugazmente. Y alguna noticia suena también, algo sobre un huracán en las Antillas, o en Tanzania, o algun lugar del que finjo tener cierta noción para poder horrorizarme, solo por unos segundos, hasta que las publicidades me vencen nuevamente. Las malditas publicidades, modelos de una vida mortal que nunca quise y siempre tuve conmigo:
Comprarcomprarcomprarcomprarcomprarcomprarcomprar
-aún sin necesidad de uso, más si de compra. Recuerdo mi casa, llena de objetos inútiles ya. Mi mujer debe estar comprando más en este momento, en una necesidad repentina de llenarse de mierda materialista. Ojalá nos pudiera comprar un poco de libertad.La rutina se cierra finalmente, y cuando me descalzo para acostarme noto que la transformación alcanzó las piernas ya. Debería pedir licencia por enfermedad; ¿será una patología el desaparecer? “La incurable enfermedad de la sistematización“, podría serlo. Pero otra vez suena esa voz ronca y burlona: “Creéme, no vale la pena soñar, no vale la pena pensar. Hay que actuar, trabajar moverse, cumplir nuestra función en esta vida”. Y entonces me acuesto para esperar con miedo la nueva jornada, la terrible salida del sol que indica que mi sufrimiento comienza de vuelta.
II
Ya no puedo lavarme los dientes. El hecho de que la boca haya desaparecido complica mucho ciertas actividades cotidianas, pero es cuestión de costumbre supongo. ¿Para que querría lavarme los dientes si ya nadie los puede mirar?. El día comienza y el entusiasmo desaparece junto con mis hombros, o tal vez nunca existieron, ninguno de ellos. Voy a agarrar la valija y decido olvidarla; hay que darle un enfoque mas fresco a las cosas. Salgo de casa y ya se vislumbran algunos de mis dedos, los miró sonriente. Sin embargo, segundos despues me corre mi mujer, alcanzandome la valija. ¡No sea cosa que me la olvidé! Pero no la culpo, no es ella la que me lleva a esta vida rutinaria y aburrida, sino es el sistema el que la lleva a ella. La sonrisa se borra, o al menos eso creo, y los dedos se ausentan nuevamente.
En un apresurado viaje olvido mi pecho y mis orejas. Ya queda poco de mí, y al ingresar al edificio me felicitan por mi aspecto, dicen que “se me vé mejor”, preguntan si “me cambié algo”. ¿No se dan cuenta que estoy lisa y llanamente desvaneciendome? A esta altura del partido, prefiero obviar todo aquello que me separe de mi inevitable trecho esclavizante del día a día. Al ingresar a la oficina, el supuesto jefe intercambia gases sobre la silla, lo saludo y tomo asiento. “Pibe, el tiempo es oro. Hay que laburar, basta de pensar”.
Y ya lo entiendo, esa es la clave. Hay que dejar de pensar. El pensamiento va mucho más allá de esta pseudo-existencia que el hipócrita de mi jefe llama vida cuando repite como loro “así es la vida, pibe”, el pensamiento supera estas frías barreras, da libertad. El pensamiento me daría esa libertad de girar el volante y escapar, de recuperar mi cuerpo y dejar de ser aire que observa. La libertad para desafiar al sistema, romper esquemas; ser feliz.Pero no puedo pensar, está fuera del plano, fuera de mi objetivo, nadie me preparó para eso y no es mi función. Años de sistematización y planificación de mi vida dieron este fruto putrefacto e improductivo, lo que hace que al mirar al espejo no pueda ver las lágrimas que corren por mi cara porque ya soy uno más, y ya me desvanecí.
Ignacio Cruz Copyright 2007
No hay comentarios:
Publicar un comentario